150 años de lingüística: el “Breve catálogo”[1]

Idioma y estilo 1746

Del periodo 1830-1860 es bien poco lo que se salva para la historia de los estudios lingüísticos ecuatorianos. Y lo poco que se salva, como lo visto, tan sugestivo y válido, de Solano (ver artículos 1743 y 1744), resulta disperso y poco orgánico. En fin, fue aquel un periodo de turbulencia pubertaria en que no hubo holgura para construir nada muy en serio.

Hacia 1860 comienzan a cambiar las cosas, y se entra en un periodo vigorosamente constructor. Ello se siente también en los estudios lingüísticos: en 1862 aparece, en Quito, el “Breve catálogo de errores en orden a la lengua y lenguaje castellanos” de Pedro Fermín Cevallos[2], que se ha convertido en uno de los libros más raros de la bibliografía republicana.

Algo raro debe haber acontecido con las dos primeras ediciones de este libro. Yo no he tenido nunca ocasión de investigarlo, ni sé que nadie lo haya hecho. Bueno, en nuestro país, hasta hace pocos años -qué se yo, unos diez …- en extensos territorios apenas se investigaba. Ello es que en la tercera edición se dice que “La segunda que sé dio a la luz sin haber sido vista ni correjida por el autor, salió con tantas faltas que estas corren a la par  con las del lenguaje que se trató de correjir”. La tercera se anunciaba como “enmendada, correjida i aumentada por el mismo autor”, y, además, enriquecida con un catálogo breve de galicismos.

La obra, que inaugura los estudios sistemáticos de lexicografía ecuatoriana, venía a llenar un vacío y a ello y a su calidad debió que hasta la muerte de su autor, acaecida en mayo de 1893, contase ya con cinco ediciones. La última era tan distinta del antiguo tomito en octava menor, que parecía otro libro. Solo de la cuarta a la quinta edición aumentó cosa de cuatrocientas voces.

Detrás del “Catálogo”, libro que hasta ahora ofrece extraordinario interés, y no sólo para los estudios diacrónicos de la lengua, había una doctrina, largamente madurada, como solía madurar todo lo suyo Cevallos. Lo vio claramente un guayaquileño ilustre del tiempo, don José Gómez Carbo -amén de otras muchas cosas que acreditan de muy certera su visión-, quien en el largo artículo de homenaje publicado en el “El Globo Literario”, resumió:

Las doctrinas del doctor Cevallos versan en lo relativo al neologismo, a la significación exótica de las palabras y a la construcción de la frase. Reconocía que el neologismo es una consecuencia del comercio diario y universal entre los hombres; pero reconocía también que el castellano está invadido de muchos inútiles y de otros repugnantes a su carácter. Con don Eugenio de Ochoa decía, que nuestra lengua tiene términos para expresar las nuevas ideas y aun la nueva nomenclatura científica; pero que el olvido de ellos, y el medido movimiento intelectual de los países de hablar castellano, los somete a una férula vergonzosa y los deforma literariamente. Creyó difícil liberarse él mismo de los galicismos de construcción, y ahincando en ese estudio fue severo consigo mismo. Puede decirse que en este punto es en el cual hay más rectitud en sus obras. Sentía que fuesen ya arcaicos unos y que se abandonasen otros modismos expresivos, sustituyéndolos con circunloquios ni bellos ni gráficos; y convenía en que, en el fondo, muchos galicismos de palabras y de construcción no son más que arcaísmos castellanos. Convenía en que la tendencia práctica de la época, la generalización en lo de escribir y la carencia de educación lingüística van encauzando la lengua y, en cierto modo, borrándole sus variados aspectos.

Cuanta cosa importante y hasta hoy vigente. Sobre todo esta última observación, en cuya pista le había puesto, hacía ya muchos años, Bello. En la tercera edición de su “Catálogo” hablando de un “racional deseo de alejar la avenida de neologismos que (y aquí citaba a Bello, con negrita) alterando la estructura del idioma, tiende, a juicio de Bello, a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros: embriones de idiomas futuros que durante una larga elaboración reproducirán en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín”.

Y aquello que había intuido Bello y que Cevallos rumió por más de dos décadas, confirmándose en ello, cobró cuerpo hasta dar en hablas locales casi jergales poco menos que ininteligibles. Pero, de pronto -y esto no pudieron ni sospecharlo aquellos ilustres varones decimonónicos-, se estableció la aldea total y la televisión impuso una especie de “lingua franca” (equivalente del latín vulgar en el período que aludía Bello), unificando las hablas de las capas populares de casi todos nuestros países. Pero unificándolas en uno que Bello habría calificado de “dialecto irregular, licencioso, bárbaro”, añadiendo, de adehala (o “yapa”), pobre: el de las telenovelas mexicanas y venezolanas; de las seriales yanquis traducidas por gusanos de Miami; de los comentaristas deportivos criollos. Y, para remate y colmo, de los representantes nacionales en sus morrocotudas interpelaciones, una de ellas pasada en vivo y en directo a la gran aldea tribal que somos todos lo que no sentamos frente al televisor…

[1] Artículo publicado en Expreso, 07/06/1980, P. 6

[2] Ver estudio sobre Cevallos en Rodríguez, Hernán (2008). Pedro Fermín Cevallos, el escritor y su Breve catálogo. UTPL. Loja

Rodríguez, Hernán (2014). Pedro Fermín Cevallos S. XIX, 1800-1860. Consejo Nacional de Cultura. Tomo IV, Cap. XIII, pp. 1871-1995

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